La trilogía que integran El viento derruido (2004), Los años de la niebla (2005) y El óxido del cielo (2009) de López Andrada es genuino deslumbramiento lírico de un espacio y un tiempo histórico: Villanueva del Duque y Los Pedroches años antes de que el consumismo capitalista pudiera devorar las tradiciones, los oficios y la realidad configuradora del tejido social. El fulgor se manifiesta como inherente a la trama y los hilos narrativos con que se ha urdido. Las tres novelas del autor villaduqueño conforman una “trilogía de la tierra”, pero de la tierra cordobesa y andaluza, no solo de Los Pedroches. Con El óxido del cielo Alejandro López Andrada cerró su visión de los hombres y de las mujeres en una España que tras la Dictadura franquista comenzaba a despertar. En Los años de la niebla (2005) se rompía la bruma de la historia y se recuperaban días antiguos.
Desde el primer momento, hemos experimentado un ostensible deslumbramiento lírico como el que embargó a López Andrada al leer La novela de la memoria (2010) de J.M. Caballero Bonald. Ambos artesanos de la palabra urden en el telar con similares tersura y altura estética sus tejidos/textos narrativos.
En el año 2009 con El óxido del cielo, el galardonado villaduqueño reconocía sin ambages que su mundo rural narrado ya no existía. Empero, había quedado atrapado literariamente entre las páginas de sus novelas, en las que el novelista ha recurrido a las más variadas estrategias lingüísticas para narrar la transición de una etapa de la historia de la Andalucía tardofeudal, precapitalista o tal vez pre-consumista. Creemos que no ni hay ningún otro escritor, por supuesto ni andaluz ni nacional, que se haya atrevido a convertir en ficción narrativa la realidad histórica que los que tenemos medio siglo de vida a nuestras espaldas hemos vivido en primera persona como el propio López Andrada.
A nuestro juicio, su narrativa no halla paralelismo alguno en la panorámica literaria actual. Originalidad e independencia deben desfilar marcialmente en paralela alineación diplomática. Nadie había emprendido la titánica tarea de novelar aquella coyuntura andaluza (que puede tener concomitancias con lo sucedido en otras regiones y comarcas del resto de la nación) en la época de la transición a un sistema democrático de gobierno nacional. De manera que con su buen oficio de orfebre de la palabra, de forjador de imágenes, de alquimista ajeno al desaliento, de protagonista de la historia de una Andalucía que ya no existe, López Andrada tuvo el arrojo de publicar una trilogía que solo alguien como él podía erigir: un monumento vital, un triunfo literario y un testamento glorioso para los anales de la tierra de Los Pedroches.
Sin renunciar a ninguno de los recursos lingüísticos más variados (del nivel fonético-fonológico, morfológico, sintáctico, léxico, pragmático-textual, etc.), el autor transmutado en la voz de un pueblo y de una comarca, Los Pedroches, emprendió la travesía de pergeñar tres novelas que son una sola y la misma: la banda sonora y coloreada de una película muda y en blanco y negro. López Andrada ha puesto guión, melodía y colorido a unos olvidados rollos de celuloide que radiografiaban la realidad más real de un mundo fronterizo, extinguido. Pudo lograrlo por haber vivido en la frontera entre el tardofeudalismo y el ni-siquiera-incipiente-preconsumismo. Es un novelista de la frontera, un novelista que ha vivido y conoce en sus propias carnes esa línea que describió J. Luis Sampedro en su Discurso de la RAE (Desde la frontera, 1991). Aquel mundo fronterizo, aquella Andalucía rural, tradicional, campesina, sin industrias ni comercio, que se extinguió paulatinamente y que dio paso a una “agricultura ecológica” , revive en la trilogía de López Andrada y conserva más sabiduría, autenticidad y resplandor voluptuoso que el mundo científico, digital y veloz que nos deslumbra con sus latigazos.
En una columna de Cuadernos del Sur (Diario Córdoba) se lamentaba de aquellos andaluces, más jóvenes, y de los forasteros o turistas urbanos, que jamás conseguirán emocionarse ni sentir lo que no han vivido nunca en el pueblo. A Villanueva del Duque la gente venía y paseaba por el pueblo con un respeto extraño, pero miraban los objetos antiguos y no percibían ni la densidad ni la esencia que contenían. Por eso, convencido de la necesidad de ser notario de un tiempo de frontera, de un tránsito entre dos momentos históricos, el novelista presta su voz a la tierra natal y rehuye escribir novelas ambientadas en lugares exóticos de prestigio moderno como Venecia, Lausana o “NewYork”. Lo mismo que Julio Llamazares, ambienta sus libros en localidades pequeñas, minúsculas o en rincones olvidados, casi sin nombre, del territorio meridional. No tiene que avergonzarse como otros del paisaje en que nació. López Andrada sabe dónde nace y dónde pace y ha querido combatir con la memoria escrita de la trilogía ese fascismo-capitalista-estalinista que nos arrea y nos estresa y nos empuja al abismo y que nos conduce como a un rebaño sin espíritu en la negra noche oscura sin luna ni estrellas siquiera.
Por tanto, equidistante de Caballero Bonald y Llamazares, el novelista —Voz de Los Pedroches— ha creado su propio ámbito histórico-mítico-narrativo-literario, cuyas estrategias lingüísticas merecen ser comentadas y valoradas en una publicación académica que reconozca la talla intelectual, estética, literariocultural, humana y solidaria del escritor más lúcido con el que cuenta Córdoba y Andalucía entera. Su personalidad literaria y su compromiso con la sociedad, con la comarca, con su pueblo y con los andaluces le depararán sorpresas y reconocimientos literarios mágicos. Por eso, todos nos felicitaríamos de poder leer en breve una segunda edición de la trilogía que nos ocupa, pero reunida en un solo volumen o en tres libros presentados juntos e inseparablemente en una caja-estuche.
Esta trilogía ha reconstruido el esplendor del celuloide cuarteado y polvoriento (al estilo de aquellas Escenas de cine mudo de Julio Llamazares), con la colaboración del lector que reconoce voces, ecos, frases, figuras, momentos y fantasmas de una Andalucía que usaba unas herramientas que hoy se han convertido en huéspedes de los Museos de Aperos o en blasones de las casas restauradas para el turismo rural, reconvertidas en plató televisivo, casi en un photocall para que los turistas urbanos puedan fotografiarse sobre un fondo de agricultura tradicional ecológica y sana. Pero ya es tarde. Ese mundo solo vive en quienes lo hemos vivido y lo recordamos. Sobre todo, vive inmortal ya eternamente en las páginas impresas con letra de molde por Alejandro López Andrada. Porque el escritor ha puesto color, melodía y voz humana a protagonistas que de otra manera hubieran quedado convertidos en fantasmas errantes por las calles desiertas de la historia de los pueblos pequeños, por las veredas vacías y los caminos de herradura sin burdéganos, mulos romos ni caballería alguna.
No ha escatimado el novelista recursos ni estrategias lingüísticas narrativas (se añadirán oportunamente aquí ejemplos detallados) para revivir el pasado, el paisaje y el paisanaje dormido; su pasado, nuestro pasado, cordobés y andaluz. Al estilo de esos fotogramas en sepia en los que los personajes congelados se ponen en movimiento y empiezan a contarnos —¡cuéntanos, amigo Alejandro, cuéntanos cómo fue! — el palpitar de la sangre por la venas de unos andaluces que ahora son inmortales, porque están vivos en las páginas de tu trilogía, porque han revivido gracias a la orfebrería lingüística y a la lubricidad sintáctica y suprasintáctica, textual de quien se desvela por nombrar con sus propias palabras y sus propios nombres lo que la intrahistoria del norte de Córdoba y de toda Andalucía ahogaría hundido en el más oscuro abismo de la historia con minúsculas. Alejandro López Andrada ha reflotado un mundo y su propio tiempo, una Atlántida muda, con sus propios huéspedes, al igual que el magistral Miguel Delibes en Castilla habla. Por los renglones de tu trilogía, Alejandro, resuellan y hablan Los Pedroches, Córdoba y la Historia de Andalucía entera.
Prof. Dr. Manuel Galeote
Universidad de Málaga
Cronista Oficial de la Villa de Iznájar, Córdoba
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