SI no estuviera ahí la Geología, con su poso de años, y también la certeza de los datos biográficos, uno podría preguntarse qué fue antes, si Los Pedroches o Alejandro López Andrada. Después de muchos libros de poemas, de ensayos y novelas, resulta sugestivo imaginar que la comarca no sólo la ha descrito Alejandro a lo largo y ancho de decenas de libros, sino que la ha ido gestando, la ha ido generando quizá con un buril de la palabra, marcando palmo a palmo, centímetro a centímetro sobre la piedra antigua, y sobre el mineral, sobre el magma alterado en la fermentación telúrica, un paisaje que ya no puede explicarse sin sus líneas. Es como si el mapa de El valle de los tristes, citando un título suyo, pudiera irse descifrando lentamente en todas las historias, las imágenes, los ruegos y ambiciones de un lugar que es el protagonista de su obra.
Quizá, hasta el día de hoy, cuando Alejandro López Andrada presenta en la Delegación de la Junta de Andalucía en Madrid, en Castellana, 15, dentro del Ciclo Letras Capitales, habiéndose hablado mucho del paisaje pedrocheño en su escritura, se ha hablado algo menos de su parentesco con Benet. Sí se ha relacionado, abundantemente en ocasiones, con el Julio Llamazares de La lluvia amarilla, del mismo modo que sus libros de ensayos sobre la ya extinta vida pastoril, con su perfil antropológico, tanto en El viento derruido y Los años de la niebla como en El óxido del cielo, encuentra ciertos parentescos formales con la prosa cultista de Caballero Bonald en Ágata ojo de gato, por ejemplo, hermanando así Argónida, su Doñana espectral, con la sensibilidad de Los Pedroches. Sin embargo, López Andrada no ha acudido a otra nomenclatura diferente, porque él ha decidido que su territorio vital y literario, y su conversión en mito, necesitaban vivir la misma realidad nominativa, en esa alteridad de planos ensamblados en que los personajes salen de los libros para entrar en los bares, desde Juanito Lanchas hasta Aguilera El Acróbata, porque se puede vivir dentro de una bóveda de cuarzo sin tocar el cristal, sí, pero la transparencia muta el halo del misterio.
La relación de Alejandro López Andrada con la obra de Juan Benet puede encontrarse, por citar a un autor vivo, en el José Ángel González Sáinz de Volver al mundo, en el que se nos cuenta una historia, sí, vivida por personas, aunque el gran personaje, el gran sujeto, es esa gran montaña vigilante que todo lo asimila, lo condena y lo salva. La gran obra de Alejandro, la obra de su vida, ha sido rescribir su geografía, dotándola de un vuelo literario que ha imantado la tierra. Llegar a Los Pedroches, llevando en la maleta Las voces derrotadas, es abrir un libro de Alejandro y empezar a leerlo.
Joaquín Pérez Azaustre
«Reloj de Sol»
El Día de Córdoba