Tokyo. Instrucciones de uso (1)

A veces uno acierta en los viajes y otras no. He acertado, en vista de la nevada con ventisca que ha traído mi madre de regalo al sol naciente, echando en la maleta unas botas de esas como de soldao, de las que llevaban los punkis cuando a Sid Vicius todavía le regía el cerebro. Con esas botas los punkis se peleaban con los rockabilly y estos últimos salían por patas porque, claro, te daban una patada en la cabeza con una de ellas y tardaban una semana en arreglarse el tupé. Y un rocker sin tupé es como un pueblo sin tonto.

En otro orden de cosas, hasta mañana no veré al señor Taga: tengo que ir con una pala, dice Keiko, para abrir camino a la casa, incluidas las de las casas vecinas (¿qué os había dicho del tonto del pueblo?) y que no se caigan las abuelas en la nieve. Me he preparado dándome un baño que me ha preparado mi geisha, que aquí el baño consiste en lo siguiente: hay unas bañeras más profundas pero más cortitas que las nuestras. Antes de entrar te enjabonas con jabón y te enjuagas con una palangana cuyo agua vas sacando de la bañera. Antes de entrar en el baño tienes que enjuagarte, es decir, que el baño es como un relax final que, como dirían en un gimnasio que ofrecen clases de biodanza, “te abre los poros”. Sí, sí, todo eso es muy bueno, muy bonito, pero, a los diez minutos de estar dentro del agua hirviente (que diría mi geisha) ¿a qué se dedica uno? Hay que tener en cuenta que el agua queda limpia para baños posteriores, así que quedan descartados los pensamientos impuros. Un baño a la manera japonesa es un aburrimiento supino. No se puede leer un libro, los ordenadores se empañan y nadie te trae una bolsita de patatas fritas.

No se puede ni comparar con estar por ejemplo en la cafetería Marta, en la calle cruz conde, al solecito invernal, tomándose uno un biter kas con una bolsita de patatas fritas procedentes de bolsas traslúcidas y aceitosas y viendo pasar a los transeúntes, incluidos los feos que Agustín quiere quitar de la circulación e impedirles salir más allá de las fiestas de guardar. ¡Ni por asomo! ¡A la mierda el baño japo -ofuro-! ¡Viva el biter kas!

En cuanto a la tormenta, no es broma, una hora después de salir del aeropuerto de Narita en tren camino de Tokio, cortaron el tráfico ferroviario (que palabra más bonita. Una tonta de un pueblo, antiguamente para presumir decía: tengo un novio ferroviario).

Dije antes que acerté con las botas pero he metido la pata en otras cosas: ¿Cómo se explica que haya traído un guante y tres calcetines iguales? Tres calcetines no son tres pares, son eso, tres calcetines, en su caso con estampado escocés. A menos que visite Fukushima, se me caiga un brazo y me crezca una pierna va a ser un desperdicio. Pero lo peor de todo son las semillas de tomates de Alcolea que traía para plantar aquí: se me han olvidado no sé donde. Yo que pensaba abrir mercado con esos tomates rosas y grandes y dulces y sabrosos de Alcolea, que iba a plantar en el huerto de la tía de Keiko. Sí, la tía de Keiko tiene un huerto en el centro de Tokio ¿cómo es eso? Ya os lo desvelaré, lo estoy escribiendo aparte como novela de yacuzzas. Lo cierto es que Michio, que así se llama la venerable señora de134 centímetrosdesde las pantuflas a la permanente, es un personaje que debo de investigar porque parece tener, como el señor Taga, buenos mimbres. Y aquí me quedo, escuchando Radio 3 por el internete.

Fernando González Viñas

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